sábado, 6 de febrero de 2010

BROTES DE UN AMOR MUERTO (Tercer acto)

EL CAFÉ:
Cuando entraron al café, la tarde estaba pidiendo en el horizonte otra manta más de sangre para taparse y la sombra de las dos mujeres se perfiló limpia hasta el fondo desde el quicio de la puerta. Parecía que el tiempo no pudiese dejar más huella en aquellas paredes lúgubres curtidas por el humo. Pocas caras eran las mismas, aunque aquel bullicio tenía casi apellido. Las mesitas a los lados, funerarias, llenas hasta el borde de hombres rudos fumando, llenos éstos a su vez de mujeres amontonadas en sus rodillas, el escenario al fondo, como una caja damasquina tallada por un ciego de gusto exquisito y la barra bien cerca de la puerta, a su derecha, para evitar que los borrachos no ahogaran con sus vómitos los gorgoritos de las tonadilleras. La Parrala y La Lirio avanzaron sin titubeos hasta una mesa del fondo, tomaron asiento y esperaron, pero nadie venía a servirlas. El primer pase estaba por empezar y la jauría de putas y marineros comenzó a bajar el tono cuando el maître agitó las manos desde el fondo de la barra chistando.
Entonces, como una ola gigante que se cierne sobre una cala justo antes de romper, una sombra se abalanzó sobre el rostro entretenido de las dos mujeres devorando su atención. Ambas se giraron al mismo tiempo y encontraron la figura irritada de la Tres Pelos con actitud inquisidora:
―¿Van a pagar? ―preguntó mirando a La Parrala.
La Lirio buscó en su escote y sacó un billete de mil pesetas, posándolo suavemente sobre la mesa:
―Una de marrasquino y dos vasos, por favor.
La Parrala tembló sin que nadie lo notara, la tensión era un hecho, hacía muchos años que no entraba allí. Nadie parecía haberla reconocido por el momento, nadie excepto la Tres Pelos, que seguía mirándola desafiante. Ella miró a La Lirio y se repuso cuando ésta le guiñó el ojo soltando una risita. La Tres Pelos agarró el billete con sus dedos sucios, lo examinó y se fue a la barra resoplando. Al minuto tenían el pedido sobre la mesa y a la dueña sobre sus cabezas, observando oscura desde la barra. El número dio comienzo, era una vieja habanera picante que hablaba de un negro y una banana.
―Oye Trini ―preguntó La Lirio―, ¿supiste algo de La Bien Pagá? Alguien me dijo que ahora vive en Madrid y lleva una vida honrada.
―Sí ―dijo La Parrala―, hablo alguna vez con su hermana, la del mercado, la que se casó con el Bizco. Me contó que se fue con un señor veinte años mayor que ella, que se casaron y que luego lo abandonó. Por lo visto se compró un piso pa ella sola con el dinero de las joyas que él le había regalado. Y ahora, creo, escribe en un periódico y se hace pasar por un hombre. Pero esto es secreto.
―Ay que ver lo que cambian algunas ―respondió La Lirio alargando las palabras, aun ordenando en su cabeza la historia que su amiga acababa de contarle―. ¿Y por qué no vamos a visitarla, Trini? Sería un cuento encontrarla y poder brindar también con ella. Además, así podríamos buscar también a la Celia y cortarle las orejas por pécora.
―Jajajaja, te imaginas Lirio, el putón desorejado con pelito a lo Marlén. La iban a mirar los hombres menos que a la mujer del enterrador, y acabaría pobre y borracha vagando la cloaca, sufriendo la culpa de haber traicionado a una amiga.
Los ojos de La Parrala se entumecieron.
―Sí Trini, la encontraremos, y a La Bien Pagá también ―respondió La Lirio y le agarró el moño que colgaba sobre la nuca.
Entonces, levantó La Parrala su vaso buscando el de La Lirio y gritó con desgarro:
―¡Por el amor muerto!
―¡Y lo que venga! ―gritó también La Lirio.
La Tres Pelos, que parecía haberlas escuchado le susurraba algo al maître sin quitarles ojo de encima. Ambas se percataron, se miraron de nuevo y ahogaron como pudieron su risa incontrolada.

La noche estaba hecha y entraba de tanto en tanto abanicando el quicio de la puerta, trayendo consigo el olor del salitre y la salmuera. Los números se habían ido sucediendo, uno tras otro, todos igualmente soeces, disparando en aquellos hombres y mujeres la furia salvaje de la carne, que de a poco había ido asomando tímida tras los vestidos para acabar formando una trenza brillante de piel marrana y pelo oscuro. La Lirio y La Parrala apuraban a sorbos el licor, mientras sostenían una intensa conversación apenas audible, solamente astillada por la fuerza de la risa con que explotaban una y otra vez.
Cuando la luz de la vela reveló el vacío de la botella, la Tres Pelos no perdió el tiempo en acercarse a ellas.
―Si no van a tomar nada más ya se están yendo.
―¿Cómo dice? ―preguntó La Lirio, mirada turbia y oscilante.
―Que si no van a consumir ya están cogiendo la puerta. Vamos a cerrar y sólo se quedan los clientes de confianza. Y a ustedes que yo sepa no las conozco de ná. Así que venga, a dormir a un portal.
―Vieja puta ―susurró La Lirio.
La Parrala parecía ajena, embebida en a saber qué cuento y miraba a la Tres Pelos con los ojos muy abiertos.
―¿Que has dicho? ―preguntó la dueña afilando cada palabra con sus labios.
―Que eres una mala puta y que si no te acuerdas de nosotras es que estás hueca además de calva.
Antes de que la Tres Pelos levantara la mano para atizarla, La Lirio saltó de la silla como si fuera una culebra y le arrebató la peluca. El silencio se clavó en la sala como una flecha a traición y el rumor comenzó a crecer por entre las mesas. La Parrala salió de su asombro y empezó a dar palmas, a reír y a señalar el cráneo mondo de la Tres Pelos, que por momentos alcanzó a recorrer toda la gama de tonos que recuerdan a la ira. Entonces, con dos puñales por ojos miró a La Lirio y así le habló:
―Al menos yo no valgo un sucio cobre traído de Cuba, ni a mi hombre lo han colgao por cobarde hasta que los buitres hicieron tripas de su cuerpo y los gatos mearon en sus huesos. No eres nadie, no te queda ni el honor y tus carnes ya no valen ni el frío de estas mesas.
El silencio volvió a ser una sombra sólida que enmudeció los rostros. Sólo La Parrala seguía por inercia echando una risita ebria por la boca, sin atender por un instante a lo que iba a suceder.
La Lirio, sin mediar palabra, golpeó el cráneo mondo de la Tres Pelos, justo a la altura de la coronilla, y esta cayó al suelo dejando escapar una tos de plumas por la boca. Se acercó a la barra, tras la cual el maître se hallaba escondido, tomó dos botellas que destapó con los dientes y empezó a vaciarlas alrededor de la dueña que gemía levemente, tendida. Un soldado desenfundó su arma y La Lirio lo tumbó de un botellazo. Las chicas empezaron a gritar y los hombres gritaban aún más fuerte que las chicas, borrachos y aterrados, pero antes de que toda la turba pudiera apiñarse en la puerta para salir huyendo, La Lirio arrojó una pava que amablemente había robado de los labios de un marinero, y una cortina de fuego brotó del suelo, separando el café en dos infiernos bien distintos, uno con salida y otro sin ella.
La Lirio agarró del pelo a La Parrala, que ya empezaba a dorarse, y antes de cruzar la puerta miró aquella estampa, hizo una reverencia y dejó caer su ironía,
―Así lo bailan en Cuba, que empiece la función.
Y aún tuvo tiempo La Parrala de robar otra botella y volverse sombra a lo lejos con su amiga, mientras la miraba y sonreía nerviosamente, con la cara de quien acaba de destapar el regalo de su vida.
―Eres tremenda Lirio, ahora sé por qué viniste.
―A que ahora sí Trini, me invitas a un trago ―le dijo La Lirio mientras le golpeaba cómplice con el codo en las costillas.
Las risas se fueron apagando a medida que el fuego devoró el café por completo.