viernes, 26 de marzo de 2010

AUTOR RETRATO:

Se mandó injertar un plumín en el dedo, tenía un sueño: escribir un libro. Pero también tenía un problema, y era que desconocía la forma. Con el plumín al menos, pensó, será más fácil agarrar las ideas que caigan hasta la mano.

-¿Usted entiende lo que me está pidiendo? -volvió a preguntar incrédulo el médico.
- Pues claro -respondió él.
- Pero...
- No se preocupe, ¿cuánto cuesta? - sentenció con una ingenuidad tajante.

El médico no pudo por menos que resignarse, es cierto que el dinero compra casi todo, hasta la clarividencia, y de esto él tenía una montaña.

Una semana después, ya sin las vendas y habiendo cicatrizado, despertó por la mañana en su casa, estiró la mano, miró y ahí estaba, luciendo como un faro, su dedo índice. Había elegido un plumín de lineas elegantes, de acero cromado y bañado en oro. Se sintió orgulloso de su nueva prestación, por fin lo lograría. A escribir, se dijo, y pegó un salto desde la cama.

Todo estaba preparado desde la noche anterior: el escritorio, el tintero, el papel en blanco, el tabaco, la pipa, el vaso de agua.
Se sentó, agarró una cuartilla, mojó su dedo en el tintero y sintió un leve escalofrío. Tenía una idea; escribió:

EL INCREIBLE CASO DEL DOCTOR ANÉMONA
CAPÍTULO 1. LA LLAMARADA


Pero entonces se detuvo. La idea se había esfumado. Respiró hondo. Inquietarse era en vano, sólo había que esperar. A los 20 minutos la tinta había hecho costra sobre el plumín y la cuartilla seguía siendo un desierto titulado. Se levantó del escritorio y sin perder la compostura se dijo, un paseo no me vendría mal.

Una semana después, estaba en un café leyendo despreocupadamente cuando miró por la ventana mientras soltaba una larga bocanada de humo. Era Otoño y las aves volaban por el cielo en bandadas formando una flecha gigante. De repente, le asaltó una idea. Sacó apresurado del morral un cuadernito y un tintero, mojó de nuevo el plumín y volvió a sentir ese escalofrío. Escribió:

EL ECO SECRETO DE LAS NUBES..

De igual modo que otras veces, volvió a sentir un vacío tras ver escritas las primeras palabras. ¿Qué ocurría? ¿Dónde estaba esa idea brillante? Trató de razonar. ¿Si el eco de las nubes era secreto cómo podía llegar a revelarse? Nada. A la hora, con apenas una linea en el papel y el dedo fúnebre sobre éste, sintió cierta pesadumbre y abandonó.

Las semanas siguientes fueron más bien similares. El mismo momento se repetía una y otra vez. En cualquier lugar, una idea lo iluminaba con poderosa fuerza, pero al sacar afuera las primeras palabras, una niebla espesa lo inundaba por dentro. Llegó incluso, por dudosa recomendación, a dormir con el índice metido en el tintero, y claro, las mañanas eran inclasificables, con toda aquella tinta impregnando anárquica cualquier rincón.

Una de esas mañanas, mientras se limpiaba unas manchas, se pinchó con el plumín en el costado y la sangre empezó a brotar de manera importante. No se asustó, no dijo nada, simplemente se quedó mirando atónito como el reguero caía por su pierna y teñía con violencia el blanco del plato de la ducha Se miró el plumín y la sangre que lo cubría le recordó enormemente a la tinta. Tinta roja, murmuró, y alargó las palabras como queriendo darle el margen a una idea arrolladora.

Lo que siguió fue casi una eyaculación. Salió como un trueno del baño, ni se vistió, corrió como pudo resbalando por el suelo hasta su escritorio, agarró una cuartilla hasta arrugarla y escribió sin pulso mientras lo encharcaba todo:

AUTORRETRATO

jueves, 11 de marzo de 2010

BROTES DE UN AMOR MUERTO (Primer acto)

Cuentan de La Lirio que se fue a desgana comprada por un señorito de esos que tenían tierras en Cuba. Y no es que fuera malo, que la quería, pero La Lirio tasó con pena el precio de sus besos, teniendo que marchar lejos, muy lejos y cambiar su querido puerto por otro desconocido. Dejó el café, sus noches, sus canciones, dejó a su novio, sus amigas, su flor de vida. Ay, pobre Lirio, qué desgracia la suya, cuántas lágrimas en silencio se tragó el océano.

Llegó a La Habana una mañana de Marzo de la mano de Don Ramón, aún en concubinato. Pronto se establecieron en la finca que éste tenía a las afueras y también pronto se casaron. Él ya tenía una edad y ansiaba como nada la descendencia, sangre nueva de su sangre que tomara el relevo de aquella industria que el mismo había levantado con sus manos desde que la heredó de su padre. Pero La Lirio no quedaba encinta y el tiempo fue mermando las esperanzas de Don Ramón. El médico dijo que la razón era el dolor y la nostalgia que la muchacha sentía. Una flor tan joven, todo el día en casa, sola y acostumbrada antes al trasiego marinero. Don Ramón, que la quería de verdad, le propuso un día regentar una taberna que un hermano suyo tenía muy cerca del puerto, así podría sentir de nuevo la brisa en su cara, el sonido del agua, el crujir de los barcos y el bullicio de a bordo al que estaba acostumbrada. La Lirio, por primera vez, supo que aquel hombre que la había comprado era bueno, y entonces, le besó de corazón la frente y le dijo que lo amaba.

Poco duró la alegría de La Lirio y eso que su taberna era el crisol del malecón, y hasta cosquillas notaba ya en el vientre de aquel futuro varón que llevaría su sangre. Lo que ocurrió es que un barco, cargado de guerrilleros, llegó a la isla por una playa e infectó la selva de ideas sublevadas. La alarma corrió como la pólvora, alguien estaba haciendo la revolución. Tarde intentó don Ramón huir a Méjico con su esposa, sus campos de caña fueron tomados al grito de muerte al patrón y él acabó dando con sus huesos en un calabozo. Sospechó pronto La Lirio que la cosa no iba bien y astuta como era, permaneció en la taberna como si nada ocurriese. Llegaron los guerrilleros al poco tiempo de ser apresado Don Ramón y apresaron también a La Lirio, quien con lágrimas en los ojos consiguió enternecer a un guerrillero que la salvó de ir a prisión. Pues qué culpa tenía aquella pobre muchacha, arrebatada al fin y al cabo, a la fuerza, por uno de esos señoritos que tenían tierras en Cuba. Este guerrillero, al que llamaban Rolando, se enamoró pronto de ella y la llevó con él a la selva.

Cuentan que allí La Lirio aprendió el valor de la justicia, se cambió el nombre, se volvió dura y aprendió a matar. Pero esa no era su vida, y un sueño por volver al puerto que la vio partir hace ya mucho tiempo se repetía una y otra vez, alimentando sin remedio la llama de la huida. Así es como una mañana, brumosa de jungla y con ayuda de alguien, La Lirio consiguió llegar a la ciudad y embarcarse de polizón en un barco que la llevó a San Petersburgo. Atrás quedaba aquella isla como una ilusión extraña clavada cual espina.

La historia de La Lirio se sumerge aquí en el silencio y nadie supo más de si llegó viva o muerta a pisar tierra firme. Nadie hasta hace poco, cuando un marinero la vio sentada mirando al mar en el puerto de Punta Umbría. Estaba junto otra mujer. Parecían dos flores sacadas a tiempo de un ramo marchito. Hablaban en voz baja, sin hacer a penas un gesto.